Hoy me he acordado de un chiste o algo por el estilo que me contaron una vez sobre cierta modelo y Einstein. La modelo bromeaba con lo perfectos que podrían ser sus hijos (de tenerlos), teniendo en cuenta su belleza y la inteligencia de Einstein, a lo que él le respondía algo así como que temía más por lo que pasaría si en lugar de eso, sus hijos salían feos como él e inteligentes como ella. Quizá ambos sean tópicos como casas, pero lo cierto es que Kate Moss no me parece una excepción, sino más bien todo lo contrario.
Hace unos días terminé un reportaje televisivo sobre la moda y la responsabilidad social que subyace tras ella y, sinceramente, me ha servido para volver a darme cuenta (digo volver porque no me descubre nada nuevo) de cuán superficial es el mundo en el que vivimos. ¿Por qué ensalzamos tanto ciertos estereotipos que potencian la belleza física, y despreciamos otros que potencian la intelectual?
Por desgracia, vivimos en una sociedad en la que lo bonito triunfa frente a lo funcional. Lo mismo se aplica a las personas. Hace poco, cierto director artístico de pasarelas y ex modelo, me dijo algo así como que vivimos en la sociedad del “culto al cuerpo”. Hemos sustituido los antiguos valores clásicos del saber por encima de todo (afortunadamente, también los religiosos medievales) por el valor de lo visual, en el sentido más amplio de la palabra. Las Kate Mosses de turno: bellezones, en su mayoría descerebrados e insulsos (y, para más inri, drogadictos) son nuestro modelo, nuestro referente de éxito.
No quiere decir esto que todos tengamos envidia de Kate Moss, sino que, por desgracia, (y en esto soy un poco “determinista”) todos tenemos una pequeña Kate Moss dentro desde que nacemos, impuesta por nuestro propio entorno, por la sociedad en la que crecemos y maduramos, donde nos formamos como personas. Solamente varía el tamaño de nuestra Chiqui-Kate, pero las hay de todos los tipos y variedades. En el fondo, acaban triunfando más aquellos que nos entran primero por el ojo, a pesar de que nos autoconvenzamos de que la fachada no es lo más importante, y que debemos ir más allá.
Para mí Kate Moss no es sino una percha más. Quizá una percha más equilibrada, mejor pulida o de un color más chillón, pero una percha al fin y al cabo. Lo importante no es el continente, sino el contenido. Es más, lo importante es el creador intelectual del contenido, a pesar de que es más visual el continente bonito, y también es más conocido (o quizá reconocido).
Ya no hablemos de la basura visual que consumimos a diario: anuncios, productos televisivos, cinematográficos, desfiles de moda… Todo dirigido a lo mismo: la clave del éxito está en estar (ahora cada vez más vale con sentirse) estupendo/a físicamente (especifico porque los hombres también se han subido al carro).
Pero, ¿y qué pasa con los demás? Está claro que siendo del montón y no destacando visualmente no llegarás a ningún sitio, pero aún me aferro a la esperanza del valor utópico del intelecto. Personalmente (y suena a tópico, pero quienes me conocen saben que es así), prefiero compartir mi tiempo con una persona interesante con la que poder hablar libremente de todas mis inquietudes, sin límites, que un bellezón de piedra. ¿Quién es la bella y quién la bestia?
Hace unos días terminé un reportaje televisivo sobre la moda y la responsabilidad social que subyace tras ella y, sinceramente, me ha servido para volver a darme cuenta (digo volver porque no me descubre nada nuevo) de cuán superficial es el mundo en el que vivimos. ¿Por qué ensalzamos tanto ciertos estereotipos que potencian la belleza física, y despreciamos otros que potencian la intelectual?
Por desgracia, vivimos en una sociedad en la que lo bonito triunfa frente a lo funcional. Lo mismo se aplica a las personas. Hace poco, cierto director artístico de pasarelas y ex modelo, me dijo algo así como que vivimos en la sociedad del “culto al cuerpo”. Hemos sustituido los antiguos valores clásicos del saber por encima de todo (afortunadamente, también los religiosos medievales) por el valor de lo visual, en el sentido más amplio de la palabra. Las Kate Mosses de turno: bellezones, en su mayoría descerebrados e insulsos (y, para más inri, drogadictos) son nuestro modelo, nuestro referente de éxito.
No quiere decir esto que todos tengamos envidia de Kate Moss, sino que, por desgracia, (y en esto soy un poco “determinista”) todos tenemos una pequeña Kate Moss dentro desde que nacemos, impuesta por nuestro propio entorno, por la sociedad en la que crecemos y maduramos, donde nos formamos como personas. Solamente varía el tamaño de nuestra Chiqui-Kate, pero las hay de todos los tipos y variedades. En el fondo, acaban triunfando más aquellos que nos entran primero por el ojo, a pesar de que nos autoconvenzamos de que la fachada no es lo más importante, y que debemos ir más allá.
Para mí Kate Moss no es sino una percha más. Quizá una percha más equilibrada, mejor pulida o de un color más chillón, pero una percha al fin y al cabo. Lo importante no es el continente, sino el contenido. Es más, lo importante es el creador intelectual del contenido, a pesar de que es más visual el continente bonito, y también es más conocido (o quizá reconocido).
Ya no hablemos de la basura visual que consumimos a diario: anuncios, productos televisivos, cinematográficos, desfiles de moda… Todo dirigido a lo mismo: la clave del éxito está en estar (ahora cada vez más vale con sentirse) estupendo/a físicamente (especifico porque los hombres también se han subido al carro).
Pero, ¿y qué pasa con los demás? Está claro que siendo del montón y no destacando visualmente no llegarás a ningún sitio, pero aún me aferro a la esperanza del valor utópico del intelecto. Personalmente (y suena a tópico, pero quienes me conocen saben que es así), prefiero compartir mi tiempo con una persona interesante con la que poder hablar libremente de todas mis inquietudes, sin límites, que un bellezón de piedra. ¿Quién es la bella y quién la bestia?
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