Era un día caluroso de principios del verano barcelonés. Fuera, el sol derretía a todo el que se atreviera a pasear por sus calles inundadas de abrasante luz mediterránea. Por debajo, la doble vida de sus gentes: un rebaño aparentemente ajeno, enfundado en trajes de labor cual camaleones visiblemente integrados, se arrastra más despacio de lo acostumbrado por los túneles ventosos, protegidos de lo que les espera afuera. Unos leen; otros, los menos, escriben algo, pero raras veces hablan. Sus miradas perdidas delatan su ausencia de este mundo y hacen jirones sus disfraces perfectamente confeccionados.
Un pitido anuncia el final de mi camino: me arrastro y me fundo como una más en el cansino rebaño veraniego
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