miércoles, 30 de junio de 2010

El chico

Con aire tranquilo, fundido en la suave melodía de aquello que pasó hace siglos, como las notas que bailaban en aquel cubículo cuadrado, o de lo de hace tan solo semanas, el chico se afanaba, a veces con añoranza, otras con resuelto desprendimiento, a recoger todo lo que le había acompañado durante su vida en soledad. Él consigo mismo, no le hacía falta nada más. Armoniosos movimientos meditados, como todo lo que hace: pensado, madurado y conscientemente llevado a cabo.

Huele, suspira, mira hacia un rincón, vuelve a oler, sonríe y dobla cuidadosamente aquello que había pertenecido durante un tiempo a alguien especial. El momento y el lugar precisos: sentimientos encontrados tras vueltas y vueltas de incomprensión y necesidad de respirar bocanadas de aire puro, sincero y limpio, transparente y sano, curativo: renovador. Casi parece entrar una corriente de este nuevo aire fresco en el a estas alturas ya abarrotado cubículo veraniego.

El chico ultima los detalles, para, piensa de nuevo, se revuelve inquieto y duda. Una mirada tierna, no sin cierta tristeza, pero feliz como un niño en el fondo, anuncia lo que sabe que tenía que pasar: sólo queda esperar para descubrir el final de esta historia, que cambia dependiendo de la página por la que decide seguir leyendo.

La Bolita

Redondito como una de las pelotas con las que juega. Movido, incansable, CHILLÓN. Mezcla de inocencia y agudeza, vivaracho hombrecito pequeño con ansias de altura, pero ingenuidad de dibujo animado. Como el Correcaminos al que tanto admira se pierde entre serios gigantes, envuelto en su halo de juguetona felicidad.

Barcelona bajo tierra

Era un día caluroso de principios del verano barcelonés. Fuera, el sol derretía a todo el que se atreviera a pasear por sus calles inundadas de abrasante luz mediterránea. Por debajo, la doble vida de sus gentes: un rebaño aparentemente ajeno, enfundado en trajes de labor cual camaleones visiblemente integrados, se arrastra más despacio de lo acostumbrado por los túneles ventosos, protegidos de lo que les espera afuera. Unos leen; otros, los menos, escriben algo, pero raras veces hablan. Sus miradas perdidas delatan su ausencia de este mundo y hacen jirones sus disfraces perfectamente confeccionados.
Un pitido anuncia el final de mi camino: me arrastro y me fundo como una más en el cansino rebaño veraniego

sábado, 5 de junio de 2010

Eixt

No podía irme a la cama tranquila sin mencionar algo del extrañísimo día de hoy buscando un pueblo que es, pero que no es. Hasta el punto de presentarse Antena 3 a ver qué era eso y, sin quererlo, meterme en un fregado tremendo y aparecer en un reportaje, en el informativo de las 9, exclusivamente dedicado al hallazgo de mi amigo David. En fin, un día laaaargo laaaargo del cual ya hablaré mañana. Demasiadas emociones en un mismo día que debo dejar reposar sobre mi almohada.
*De momento, si alguien quiere puede ver el reportaje aquí

miércoles, 2 de junio de 2010

Cambio, pero no corto

Echando la vista atrás (no demasiado), veo que la finalidad para la que creé este blog ya se ha cumplido. He de decir que he acabado cogiéndole el gustillo a esto de compartir con vosotros esas cosas que me chocan de mi día a día, me gustan, o incluso me fastidian. Yo, la anti-blogs que iba a cerrar éste en cuanto acabara con mi cometido, he cambiado de idea. Supongo que dejaré de hablar de temas demasiado trascendentales para acabar llevándolo todo a mi terreno (aunque quién sabe, según me vaya el día), pero mientras sigáis dispuestos a confiarme vuestras experiencias, y a escuchar las mías, mi cajón de sastre seguirá abierto a todas vuestras inquietudes. Espero que sea como el bolso de Mary Poppins y se llene, se llene, sin apenas darme cuenta, pero nunca se sobre. Gracias, lectores y amigos.

Cambio, pero no corto.

Beauty and the beast

Hoy me he acordado de un chiste o algo por el estilo que me contaron una vez sobre cierta modelo y Einstein. La modelo bromeaba con lo perfectos que podrían ser sus hijos (de tenerlos), teniendo en cuenta su belleza y la inteligencia de Einstein, a lo que él le respondía algo así como que temía más por lo que pasaría si en lugar de eso, sus hijos salían feos como él e inteligentes como ella. Quizá ambos sean tópicos como casas, pero lo cierto es que Kate Moss no me parece una excepción, sino más bien todo lo contrario.

Hace unos días terminé un reportaje televisivo sobre la moda y la responsabilidad social que subyace tras ella y, sinceramente, me ha servido para volver a darme cuenta (digo volver porque no me descubre nada nuevo) de cuán superficial es el mundo en el que vivimos. ¿Por qué ensalzamos tanto ciertos estereotipos que potencian la belleza física, y despreciamos otros que potencian la intelectual?

Por desgracia, vivimos en una sociedad en la que lo bonito triunfa frente a lo funcional. Lo mismo se aplica a las personas. Hace poco, cierto director artístico de pasarelas y ex modelo, me dijo algo así como que vivimos en la sociedad del “culto al cuerpo”. Hemos sustituido los antiguos valores clásicos del saber por encima de todo (afortunadamente, también los religiosos medievales) por el valor de lo visual, en el sentido más amplio de la palabra. Las Kate Mosses de turno: bellezones, en su mayoría descerebrados e insulsos (y, para más inri, drogadictos) son nuestro modelo, nuestro referente de éxito.

No quiere decir esto que todos tengamos envidia de Kate Moss, sino que, por desgracia, (y en esto soy un poco “determinista”) todos tenemos una pequeña Kate Moss dentro desde que nacemos, impuesta por nuestro propio entorno, por la sociedad en la que crecemos y maduramos, donde nos formamos como personas. Solamente varía el tamaño de nuestra Chiqui-Kate, pero las hay de todos los tipos y variedades. En el fondo, acaban triunfando más aquellos que nos entran primero por el ojo, a pesar de que nos autoconvenzamos de que la fachada no es lo más importante, y que debemos ir más allá.

Para mí Kate Moss no es sino una percha más. Quizá una percha más equilibrada, mejor pulida o de un color más chillón, pero una percha al fin y al cabo. Lo importante no es el continente, sino el contenido. Es más, lo importante es el creador intelectual del contenido, a pesar de que es más visual el continente bonito, y también es más conocido (o quizá reconocido).

Ya no hablemos de la basura visual que consumimos a diario: anuncios, productos televisivos, cinematográficos, desfiles de moda… Todo dirigido a lo mismo: la clave del éxito está en estar (ahora cada vez más vale con sentirse) estupendo/a físicamente (especifico porque los hombres también se han subido al carro).

Pero, ¿y qué pasa con los demás? Está claro que siendo del montón y no destacando visualmente no llegarás a ningún sitio, pero aún me aferro a la esperanza del valor utópico del intelecto. Personalmente (y suena a tópico, pero quienes me conocen saben que es así), prefiero compartir mi tiempo con una persona interesante con la que poder hablar libremente de todas mis inquietudes, sin límites, que un bellezón de piedra. ¿Quién es la bella y quién la bestia?

Camaleón

El otro día llegó mi compañera de piso culturizándome, para variar: “¿Has visto Zelig?”, me soltó como una bomba, y a mí, que el nombre no me sonaba muy diferente del de algún producto de limpieza, me dejó por un momento desubicada, sin saber muy bien si se refería a una película nueva, o alguna suerte de personajillo extraño de dibujos animados (vaya, por decir algo). Ante mi cara de “¿ueao?” añadió: “Sí, una especie de documental de Woody Allen. ¿No te suena?” Touché. Y yo que creía que era fan de Woody Allen, y más o menos, conocía sus películas (o al menos era capaz de distinguirlas de un producto de limpieza)…

¡Y ya está: mordí el anzuelo! Me picó el gusanillo de saber qué era aquello que a mi compañera le parecía tan interesante y original (además de divertido: la tía se lo pasaba pipa ella sola). Y la curiosidad mató al gato. Bueno, en este caso al camaleón. Pasé los primeros minutos de película completamente descolocada ante aquello que veía: tenía formato de documental de los que a mí me gustan (en blanco y negro), pero hablaba de algo muy extraño. Era un hombre con la capacidad de transformarse en aquel al que se acerca.

Por unos momentos pensé que se trataba de un documental (sobre algún caso insólito, eso sí), hasta que Woody Allen hizo su aparición estelar como camaleón. En ese momento resolví que mis conocimientos sobre el director me daban como para saber que no se trata de un bicho raro (al menos no en el sentido literal de la expresión) y que, por tanto, no podía ser real.

Conociendo a Woody Allen, supuse que la solución a mis enigmas era simplemente que le había hecho gracia al hombre contar su historia en un formato diferente. Pero entonces apareció Susan Sontag y me rompió todos mis esquemas. ¿Cómo aparece una fotógrafa real tan importante como ella haciendo un Cameo en una peli woodyallenca? ¡Era de locos! A medida que le daba más vueltas, la cosa se salía más de madre. Al final, decidí que, puesto que nada tenía sentido, lo mejor era dejarme atrapar por las imágenes “aparentemente” antiguas y dañadas y la musiquilla pegadiza y animada de principios de siglo.

La película acabó: me gustó mucho, la verdad, pero me quedé pasmada y con la incógnita de saber qué había sido aquello en realidad. Fue, finalmente, José María Perceval, el que me sacó de mi duda aletargada, y no seré yo la que haga lo mismo con vosotros. Al menos no hasta que hayáis visto Zelig.