¡Lo que son los pueblos! Vengo de pasar el fin de semana en el mío que, como no, costumbre que no puede faltar en ningún pueblo que se precie, eran fiestas. Esta vez le tocaba a San Isidro (pero vaya, que podía haber sido cualquier otro). Y, mirad por dónde, yo no sé si es que va a ser verdad eso de que “todo se pega menos la hermosura”, pero me he sorprendido a mí misma con un acento pueblerino que no creía propio de mí.
Tuvo que ser mi padre… precisamente él, al que tanto corrijo cuando le sale la vena alfareña, el que me recordara sutil, pero fastidiosamente, lo que acababa de soltar espontáneamente. El vecino bloqueaba (para variar) la puerta de la cochera (también llamada bajera, ambas muy utilizadas por allí) y, aun así, mi padre se las arregló para meter el coche. “¿¡Para qué le iba a decir nada de apartarlo, si seguro que están de comida de fiestas y ya van calentitos?!” “¡Cá! Pero están tan tranquilos ahí comiendo, y tú no has empotrado el coche de chiripa”. Mi padre y los dos amigos míos que lo habían presenciado todo me miraron como quien ve un platillo volante. “Emmm… Sara… ¿es verdad que has dicho ¡cá!?” Sí… Lo dije… Y lo reconozco: me salió del alma.
Camiseta con el lema "Cá de Alfaro" popularizada en las fiestas de San Isidro
¡Qué cosa es! Toda la vida renegando de “mi pueblo” y, sobre todo, de su forma de hablar “más de campo que un ribazo”, que dicen por allí, y ahora que llevo tres años fuera me descubro un “acentazo” marcado hasta límites insospechados en mí (tengo que decir en mi defensa que soy bastante
moderada, si me comparo con la gente de allí). Aunque… ¡al menos no cometo faltas! O eso creía yo… Tuvo que venir uno del pueblo de al lado a decírmelo… (¡encima en Barcelona!)
Hasta entonces yo vivía feliz (y engañada) con mi palabra en la boca a todas horas. “Vamos a sentarnos a ese
quizal”, le dije yo, pensando que hablábamos el mismo
dialecto, por esto de la proximidad (a pesar de ser pueblos, perdón “ciudades”, enfrentados). Su cara de “me-está-hablando-en-chino-y-encima-se-inventa-palabras” me lo dijo todo. “¿Qué? ¿Tú tampoco sabes lo que es un quizal?” Media hora para hacerle entender a qué me refería, casi hasta ofendida porque otro riojano, al más puro estilo barcelonés, no entendiera mi idioma. “Pues nada, será cosa de Alfaro”, concluí. Y así zanjamos el tema.
Pero, para mi desgracia, (y digo desgracia porque a mí
se me cayó un mito), el tema no acabó ahí. El chico tenía que saberlo todo… Se empeñó en buscar el significado de la palabra que yo tanto adoraba y él tanto desconocía y descubrí lo que me temía: no existe. Ahora sí que no podía dejar ahí la cosa, tenía que saber de dónde venía mi expresión porque, como casi todo, era imposible que hubiera surgido de la nada. Tenía que ser una degeneración de algo… ¡Eso es!:
QUICIAL (Según la RAE: 1. Madero que asegura y afirma las puertas y ventanas por medio de pernios y bisagras, para que girando se abran y cierren. 2. Quicio de puertas y ventanas).
¡Mi gozo en un pozo! No sólo me inutilizaba una palabra
esencial en el repertorio de mi vocabulario, sino que encima me tiraba por tierra todo un significado completo. Esas horas y horas de fin de semana con amigos sentados por los quizales de las casas… (cosas de adolescentes, para qué engañarnos) ¡de repente ya no tenían sentido! ¿Cómo se sienta uno en un
quicial? “Os sentabais en los portales, querrás decir”, apuntó puntillosamente mi amigo para terminar de rematarme. Mi “sí” fue un poco flojo… A mí no me acababa de convencer la idea: “pero… un portal no es lo mismo que un quizal”. Y yo, “dale molino” (como diría uno de mis amigos de quizal) con la idea de que un quizal no es para nada un quicial, ni mucho menos un portal.
Creo que mi amigo me dejó por imposible: cosas del pueblo, renegaré toda la vida, pero a mi pueblo no me lo toques. ¡Ah! Y un quizal es un quizal, y lo será siempre. ¡Qué le vamos a hacer! Ojos que no ven, corazón que no siente.
Yo era muy feliz con mi palabra de significado exclusivo llenándome la boca. Qué atrevida es la ignorancia y qué felices somos en ella.